Nadie se ha acercado más y con mayor unción al misterio de la creación plástica que Ramón Barril. Nadie ha visto de más cerca que él cómo funciona el prodigio de la plasticidad, la imposible ecuación de unos colores puestos a intercambiar emociones en que consiste una veladura. Nadie ha dedicado más horas a contemplar estupefacto, a través de una función hendidora de la mirada puesta a funcionar como un microscopio, ese micro-macrocosmos que es una textura, el prodigio definidor de una línea dispuesta en estado de gracia, una interjección humana hecha volumen o color.
Nadie, pues, más respetuoso que él a la hora de entrar por primera vez en el templo público a cantar sus lirismos. Sólo eso, el respeto esa sabiduría natural del prudente, ha podido maniatar sus impulsos y dejar para más adelante, para ahora, ese encuentro con el público de una obra que es, toda ella, suma y compendio de esas emociones por él sentidas en ese acercamiento fervoroso en el cual nadie puede presumir de ganarle.
Ramón Barril, consciente de la seriedad y la trascendencia de su gesto, ha sabido esperar a que la granazón de su semilla esté asegurada. Sólo cuando esa misteriosa vibración del subconsciente se lo ha indicado, ha comprendido que era el momento de descorrer los cortinajes, avanzar hasta las candilejas y lentamente, con seguridad, dejar oír su mensaje. Ese saber esperar suyo, en unos tiempos de tantas incontinencias, es toda una lección.
Nuestro artista parece saber muy bien que el creativo es todo un impulso vital y que sólo de la sinceridad, de la total adecuación de la obra al momento sicológico, pueden obtenerse garantías de perdurabilidad. Por eso, según cuál fuera aquél, ha emprendido, en un momento u otro, uno u otro camino expresivo. Así, cuando en sus corredores interiores corría el airecillo punzante de lo esperpéntico, ha sentido necesidad de pintar esa impresionante “Cena” profana, llena de claves, llena de la emoción de lo histérico, pintada diríase que a partir de la conversión en material expresivo de un argot íntimo que dominan quienes en ella participan. Y cuando es una efusión lírica, casi onírica, la que se constituía en impulso inicial, el pintor se ha lanzado, en un gran plongeón emocional, a penetrar esas atmósferas evanescentes que hacen pensar en Turner. Y es la evocación de ese nombre augusto el que nos trae aquellas palabras de Ruskin: “En las más grandes pinturas al óleo de Turner, no se encontrará un solo fragmento de color que tenga el grosor de un grano de trigo, que no esté matizada”. Tampoco, dirá acto seguido el espectador, en esos óleos de Ramón Barril que nos abren las puertas del misterio. Y dirá verdad. En esas “investigaciones atmosféricas” suyas no hay un solo centímetro cuadrado que no pueda “funcionar” independientemente, más allá y más acá de su integración en el conjunto que va orquestado en el cuadro. Ninguna utilización plana y aburrida del color o el volumen. Todo, absolutamente todo ha sido minuciosamente potenciado enana voluntad creativa cósmica que está al alcance de quienes, como él, han verticalizado su vida en ese respetuoso gesto de acercamiento a la materia sin la cual resulta impensable lo inmaterial del arte.
Hay que agradecer a Ramón Barril el que, cuando ya procedía hacerlo, nos haya dejado sentir la voz de su plasticidad confidente.
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Miquel Angel Riera.
"Manacor", Palma de Mallorca, 1986.